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1.10.06

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No estacione: propiedad privada

“No puede estacionarse ahí”, dijo la mujer uniformada. ¿Por qué?, cuestioné con asombro. “Porque es propiedad privada”, afirmó. Miré a mi alrededor algo espantada; ¿a quien pertenece?, inquirí. “A la Policía de Puerto Rico”, dijo sin vacilar. Nuevamente observé a mi alrededor y repetí con ironía “es propiedad privada de la Policía de Puerto Rico”.

Desde temprano en la mañana preparaba todo lo necesario para disfrutar de un día de playa: bebidas, meriendas, toallas y bloqueador solar para proteger a mi hija. Lo menos que imaginé en medio de los preparativos es que intentaría quebrantar el orden de las cosas e irrumpiría en propiedad privada. Sobre todo, cuando la llamada propiedad está en Ocean Park, frente al mar y entre las canchas de tenis y la pista de correr. Todo un centro de entretenimiento al aire libre, supuestamente, para el uso y disfrute de los ciudadanos.

Pero no. De momento nos habíamos estacionado, no solo “en propiedad privada” del gobierno de la isla sino en medio de la paradoja. La afirmación, tan categórica, de la mujer policía, con su porte de autoridad, sus gafas (porque hay que protegerse del sol), y su posterior ubicación debajo de un árbol (porque hay que cuidar la piel), me dejó de una pieza. Lo que se supone que sea para uso público, construido, mantenido y custodiado con el dinero de los contribuyentes es considerado “propiedad privada”.

Como siempre he sido respetuosa de las leyes, aunque estas no tengan sentido, nos subimos nuevamente a la guagua y, de estar estacionados entre dos líneas blancas, terminamos estacionando el vehículo ilegalmente sobre una montaña de arena. Otra paradoja.

Esas palabras han estado retumbando en mi mente desde el mismo momento en que la mujer las pronunció. Repetí el incidente en mi memoria una y otra vez, como un ejercicio, para nunca olvidarlo. Quiero grabar el mensaje que los portavoces del gobierno ofrecen a los ciudadanos en cada interacción. “Esto es propiedad privada” del gobernante que esté de turno y sus seguidores.

No culpo a la mujer porque, lo más seguro, y muy a tono con su trabajo, ella sigue instrucciones de superiores y esos, a su vez, de otros más arriba en una cadena de órdenes que termina en la cúpula del gobierno.

Y es ahí donde estriba el problema. Hemos permitido que las estructuras públicas del país sean consideradas “propiedades privadas”, parcelas particulares a las que tienen tarjeta de acceso sólo los que pertenecen al clan y no a los que año tras año y transacción económica tras transacción pagamos por ellas.

Esta inercia colectiva a la que nos acostumbramos cada día un poco más nos lleva a aceptar como natural el que no podamos entrar a un estacionamiento público, el que tengamos que dejar documentos personales al entrar a un edificio del gobierno o el que sea la clase media trabajadora la que tenga que costear los estilos de vida de todos los residentes del país.

Aceptamos sin reparos que tengamos el país lleno de letreros anunciando “mejoras geométricas” (¿cambiarán la forma rectangular de la isla?) o que de San Juan a Arecibo haya que pagar en más de cinco estaciones de peaje y que, después de automatizarlas, tengan personas dedicadas exclusivamente a tomar las monedas de la mano del conductor para depositarlas en la canasta que está a menos de doce pulgadas del auto, que todavía no hayan concluido los trabajos en la autopista Luis A Ferré, o que la Avenida Isla Verde esté perforada en una de las mejores épocas para las actividades al aire libre para aquellos que, por razones mayormente económicas, no salen del país durante las vacaciones.

Consideramos como las reglas del juego impuestas por el dueño de la propiedad que las paredes hacia el túnel de Minillas estén pobladas de círculos rojos, amarillos y blancos, que el antiguo Puente Dos Hermanos sea el corazón del caos para los que se dirigen a la vieja ciudad, que la labor ciudadana del legislador se haya convertido en una carrera “full time” y que, para colmo, no tributen por sus dietas, cuando en nuestros comprobantes de pago tributamos por todo reembolso hecho por nuestros patronos.

Permitimos que la fina línea entre iglesia y estado se difumine un poco más cada minuto que pasa y que casi sean las iglesias las que establezcan la política pública sobre violencia, sexualidad y militarismo.

Ahora, estamos permitiendo que el discurso político se diluya entre “pasado” y “futuro” y no en uno de los pilares fundamentales para el progreso económico y social de un país: la educación. Estamos apáticos a participar en movimientos cívicos, que más allá de ideologías coloristas, exijan y auditen constantemente el trabajo de los legisladores y no sean entes que aparecen en año bisiesto para promover el voto de castigo. Hasta nos parece ideal, y condonamos la actitud, de aplastar la oposición y la disidencia venga esta de donde venga.

La mujer policía no solo logró que me estacionara en un lugar prohibido, sino que me demostró cuán intrusos somos en la gran propiedad privada en la que se han convertido Puerto Rico.

Por Ana Ivelisse Feliciano, Periodista