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2.9.06

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Un poeta del naming

Eufonía y pronunciabilidad son cualidades que se ponen en juego tanto en la poesía como a la hora de bautizar a una criatura comercial. Dícese de la actividad de encontrar los nombres adecuados para las empresas y marcas. Fernando Beltrán, autor de varios libros y ganador de algunos premios literarios, detectó en la década del ’80 que este métier no estaba profesionalizado y se convirtió en consultor en la especialidad. A él se le debe, entre otras muchas, la designación de la compañía celular Amena.

Éste será, como dicen, el siglo de la imagen, pero la inmensa mayoría de nosotros se comunica con palabras, cuyo número crece constantemente no sólo por las cambiantes necesidades de las sociedades y de los medios masivos, sino también por las propias de cada actividad.

“Naming”, término que responde a la necesidad de buscar nombres a empresas y marcas, sobre todo desde que los mercados se han vuelto globales y muy competitivos, es motivo de intensas y costosas indagaciones por parte de hombres de marketing, publicitarios, investigadores, comunicólogos, semiólogos y sociólogos. Nadie había pensado en convocar a un poeta, hasta que una firma española en problemas llamó a Fernando Beltrán. Según una nota de página publicada en El País de Madrid, Beltrán, de 50 años, autor de varios libros traducidos al francés y ganador de algunos premios literarios importantes, debió intentar varios trabajos (administrativo, periodista, actor y guionista de cine) para poder sobrevivir. Finalmente ingresó como empleado en una agencia de publicidad.


En este su último destino, descubrió que los nombres de empresas y marcas eran muy importantes, pero que (hacia el final de los años ‘80, y en su país) no se les dedicaba el tiempo, esfuerzo y dinero que merecían. Tomó entonces la decisión de dedicarse a prestar ese servicio. Sus amigos le dijeron que, si se trataba de morirse de hambre, mejor hacerlo en lo que a uno le gusta, pero no lograron disuadirlo.

Su primer cliente fue un llamado Parque Biológico de Madrid que no andaba nada bien. Lo visitó y se sorprendió; era un espacio “lleno de mariposas, con un Polo Norte en miniatura, pingüinos de verdad y una miniselva con monos”. Lo rebautizó Faunia y el negocio comenzó a prosperar.

Los pioneros del naming
Pese a que el gurú Daniel Reibstein, de la Wharton School, sostiene que “el nombre es lo de menos”, su elección plantea arduos problemas a empresas y marcas, cuya preocupación inicial es diferenciarse. Hoy suelen resolverse científicamente, mediante la intervención de especialistas que trabajan con morfemas, unidades semánticas creadas, mezcladas y testeadas con la ayuda de la fantástica capacidad de memoria, y rapidez, de las computadoras.

Joan Costa, que en sus cientos de programas de comunicación elaborados para grandes firmas de Europa y América tuvo que bautizar a muchas criaturas comerciales, resume los requisitos a tener en cuenta de esta manera:


-Brevedad -Eufonía -Pronunciabilidad -Recordación -Sugestión


De todos modos, sorprende comprobar cómo, más de cien años atrás, algunos emprendedores visionarios intuyeron estas exigencias, incluso la circulación global de sus productos recién nacidos; y buscaron, valiéndose únicamente de su intuición y sentido común, nombres que continúan vigentes pese al tiempo trascurrido. George Eastman, por ejemplo, quiso para su cámara uno que fuera corto y fácil de decir en muchos idiomas. Surgió así el de Kodak. El mismo acierto distinguió a los inventores de Coca, Pepsi, Michelin, Ford y tantos otros nombres que hoy siguen presentes en las góndolas y en medios de difusión que sus padres ni siquiera pudieron llegar a imaginar, como la televisión.

Beltrán se parece más a estos intuitivos nombradores que a los científicos que dominan el naming moderno. La poesía, es verdad, tiene algunos aspectos comunes con la nueva ciencia. Cuida la eufonía, la pronunciabilidad y desde Edgar Allan Poe para acá, también el impacto. El escritor norteamericano, creador de la moderna novela policial, señaló en un ensayo titulado El arte de la composición que, para redactar su consagratorio poema El cuervo (1845), tuvo en cuenta, en primer término, el impacto que deseaba lograr en los lectores. En este aspecto fue un adelantado de la publicidad moderna.

Beltrán abrió su consultora, “El nombre de las cosas”, hace tres lustros. Empezó como una modestísima firma unipersonal; el fundador evitaba mencionar su experiencia poética y, por las dudas, y debido a la precariedad de su domicilio, se reunía con sus clientes en el hall de un hotel. Resistió de este modo, heroicamente, hasta que una empresa telefónica lo llamó para bautizar a su división móviles. Le puso Amena; el nombre pegó, y los ingresos le permitieron dejar su cueva y tomar una secretaria.

Hoy los isólogos de sus clientes cubren una de las paredes de su despacho. Una de las razones de su éxito son los honorarios. En un mercado que mueve miles de millones de dólares en todo el mundo, y la remuneración de los asesores guarda alguna proporción con las potenciales ventas del producto o servicio en cuestión, los precios de Beltrán van de desde la módica base de 1.000 euros hasta un razonable tope de 12.000. Pero depende mucho del cliente, porque se ufana de ser su propio jefe, hacer lo que quiere, y hasta darse el lujo de regalar nombres a amigos y entidades de bien público.

Por lo que uno se pregunta si lo más notable es que un poeta se haya adaptado a la mucho más prosaica comunicación empresarial, o lo es el hecho de que Beltrán, con una política comercial tan independiente y desprendida, siga vivito y coleando en un mercado tan competitivo como el de la consultoría.

Fuente: Adlatina