He intentado un acercamiento cordial una mañana de un sábado cualquiera o una fresca tarde del viernes. Hasta he faltado al trabajo con tal de tender el puente que nos separa, aparentemente, de forma irreversible. Sin embargo, no lo he logrado. Y es que las odio; tengo que admitirlo.
Mis enemigas pululan por la cocina, en el laundry, en los baños, en las gavetas, en los techos y abanicos, en los muebles y cojines, en los cristales y alfombras, entre los libros y cuadernos y hasta se apoderan de mi computadora.
¿No se dan cuenta que trabajo demasiado para atenderlas? ¿Es que no puede manejarse solas en la casa, sin mi intervención? ¿Tengo que tocar sus inmundicias para que se sientan bien? Es nuestra eterna pelea, creo que insalvable.
Para las que trabajamos fuera del hogar, las tareas domésticas son pesadillescas. Barrer, mapear, lavar, secar y guardar diez tandas de ropa, cepillar baños y pisos, limpiar el BBQ o el horno, brillar cristales y pulir muebles no es el escenario que esperábamos, cuando soltamos nuestros brasierres al aire y acortamos la distancia entre las funciones de un hombre y una mujer en la sociedad.
La liberación femenina que, alegadamente, nos liberó de la opresión machista, debió liberarnos también del delantal y el plumero. Pero no. Sólo nos añadió tareas fuera del hogar que, afortunadamente, resultan mucho más estimulantes para el intelecto que trapear toda la casa.
Sin embargo, las expectativas generales son que, además de matarnos fuera del hogar para aportar económicamente, retar intelectualmente y destacarnos laboralmente, tengamos que soportar que las enemigas domésticas nos esperen con la paciencia de un elefante en cada esquina de la casa y nos indiquen dónde se acumuló más polvo, salió un hongo o se quebró un cristal.
No pienso hacer las paces con ellas. Nos odiamos a muerte, aunque a veces, ellas ganan. Lo que me hace odiarlas más.