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23.12.07

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Complejidades Femeninas I: El Peso


Todas las mujeres tenemos una, sea en el baño o escondida en el walk in clóset. Sabemos que cuando nos acerquemos a ella, no solamente determinará nuestro estado de ánimo sino lo que comeremos durante las próximas 24 horas. Tenemos con ella una relación sadomasoquista, porque conocemos de sobra que muy pocas veces nos da la noticia que esperamos. Es más ave de mal agüero que otra cosa. Pero inelubible, porque ella espera pacientemente en su esquina, como el que se deleita en dar una mala noticia.

Cuando finalmente nos posamos sobre ella vemos que la báscula marca los tres dígitos que no estamos esperando.

Comenzamos mal el día.

Sea por imposición, persuasión o elección, la obsesión femenina con mantener un peso por debajo del promedio, parecería un fenómeno mediático, pero se remonta tan atrás como a la Grecia Clásica. Una mujer en Grecia ingería un pedazo de pan mojado en vino para el desayuno, y pan, vino, aceite de oliva, higos y pescado para la cena. En total no consumía más de 600 calorías al día y toda esta hambruna era sólo para mantener el peso y la figura “ideal”.

Las griegas no tenían a Paris Hilton, Eva Longoria o las vidrieras de Saks Fifth Avenue para recordarles que debían ser size cero, pero seguramente tendrían una amiga, vecina o hasta una esclava más delgadas que ellas como advertencia de que tenían que perder algunas libras adicionales con tal de mantener su posición en la sociedad, aunque ésta fuera la de ama de casa.

Tanto en la Grecia Clásica como ahora, la sociedad nos impone una carga de pocas libras y de mucho de peso: la de la delgadez extrema. En una sociedad obsesionada con la figura esbelta, tener unas libras de más o ser obeso es motivo de discriminación y burla. Por supuesto, esto termina afectando la auto estima de las mujeres que cada día nos privamos de ciertos gustos culinarios con tal de mantener el peso deseado o ¿el impuesto?

Pero el asunto del peso ya ha trascendido la vanidad.

Un estudio publicado por el Boston Globe indicó que la obesidad en las mujeres afecta las posibilidades de matrimonio y su seguridad de empleo y financiera. En otro estudio realizado por la Universidad de Tenesee se demostró que el salario de una mujer obesa se ve reducido en 4.5% frente a mujeres que están por debajo de su peso recomendado. En dólares y centavos, se traduce a alrededor de $100,000 dólares menos a los largo de su carrera. Eso es bastante dinero.

Como era de esperarse, los hombres no tienen esos problemas. Gordos o improductivos siempre ganan más que una mujer.

Así, la presión porque nos veamos extremadamente delgadas no sólo es de los medios de comunicación, sino de los lugares de trabajo. Otros estudios han demostrado que una mujer con estudios graduados y obesa ganará lo mismo que una con sólo un cuarto año de escuela superior. Nuevamente el poder de la imagen se impone sobre otras consideraciones que entendíamos prioritarias, como la eduación. Mientras más huesos tengamos a la vista de todos, mejor el empleo o los ingresos que tendremos. Lo que significa que para mantener una carrera digna y productiva, tenemos que matarnos de hambre.

Y es que somos bombardeadas masivamente por mensajes que nos llevan a tomar decisiones drásticas con nuestros cuerpos. Por un lado los medios de comunicación y por el otro, la presión social y el mercado. Entrar a un centro comercial y observar las vidrieras llenas de maniquíes vestidos en tamaño cero es deprimente. Para el estándar del mercado, estar en tamaño cinco es una afrenta al concepto de cuerpo/peso/belleza ideal.

Por eso, nos pasamos la vida contanto calorías, carbohidratos, grasas saturadas, trans fats, proteínas, nos atosigamos de pastillas milagrosas para perder peso rápido, tratamos la dieta de los tres días, la de la toronja, la “Zone Diet”, la “South Beach”, la Dieta Atkins, la Mediterránea, y aun así, cuando nos miramos al espejo observamos lonjas de más por todas partes y nos cuestionamos si algún día lograremos encajar en el modelo que nos han impuesto.

Yo siempre tengo cinco libras de más. Por eso, miro mi báscula con desdén como el que sabe que recibirá una mala noticia. Me poso sobre ella y espero los tres dígitos. Es un ejercicio futil, porque de antemano sé que no serán los que estoy esperando, sin embargo, hoy no significará que comienzo mal el día.