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13.3.12

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Más que 100 x 35: la odisea de dos islas

Una palabra que causa bastantes ronchas por su carga neoliberal es privatización. Esa alternativa que tiene cualquier Estado para encargar, vender o comisionar un servicio considerado público a una empresa privada ha sido una estrategia utilizada por los gobiernos a lo largo y ancho del mundo como mecanismo para reducir o eliminar gastos, atraer inversiones o descargar una responsabilidad con los ciudadanos en otra entidad.

Si bien las políticas de privatización de bienes y servicios estatales han resultado en prácticas cuestionables por una multiplicidad de razones, entre ellas, el impacto social en cuanto a las tarifas, las desregulaciones y las condiciones para la prestación de servicios, no es menos cierto que en ocasiones en la opción viable para encontrar una solución que afecte a un sector poblacional.

Para contextualizar el tema, debemos recordar que los servicios básicos de agua potable, electricidad y comunicaciones a principios del Siglo 20 en Puerto Rico estaban en manos privadas. Fue la gestión de Luis Muñoz Marín, que como parte de los programas Operación Manos a la Obra y, posteriormente, con Operación Serenidad, nacionalizó diversas compañías privadas, entre ellas la Compañía de Teléfonos (Porto Rico Telephone Company) y el sistema de electricidad, entre otros.

Por tanto, la prestación de servicios a la ciudadanía por parte de empresas privadas no es un asunto extraño a la construcción política y social puertorriqueña, aunque las nuevas generaciones no lo hayamos visto.

Todo esto lo menciono dado el anuncio que hizo hoy el gobernador Luis Fortuño sobre la privatización del servicio de transportación marítima para los residentes de las islas-municipio de Vieques y Culebra. La sola mención de la palabra privatización ha elevado las suspicacias de muchos y con razón. La experiencia política reciente ha demostrado que en dichas transacciones financieras muchos políticos han solicitado y/o recibido dineros de forma ilegal para aumentar sus caudales privados. Esa es una preocupación genuina para aquellos a los que nos interesa conocer cómo se utilizan nuestras contribuciones.

Sin embargo, también ha quedado demostrado que el Estado ha sido incapaz de proveer un servicio digno y confiable a los residentes de las islas que dependen exclusivamente de la transportación marítima para llegar a la Isla Grande. Entre las dos islas residen alrededor de 11,000 ciudadanos que necesitan transportarse para trabajar, recibir servicios de salud, educación superior y adquirir bienes y otros servicios que no están disponibles en sus municipios.

El problema con la transportación desde y hacia las islas ha sido recurrente a través de los años: embarcaciones defectuosas, inseguras, insuficientes, itinerarios irregulares y hasta capitanes que no han manejado de forma segura las naves. Estas situaciones, que para los que vivimos en la Isla Grande y nos transportamos en automóvil son foráneas, representan la cotidianidad para nuestros conciudadanos que merecen un servicio que, de forma alguna, eleve su calidad de vida y sus potencialidades.

Si nos colocamos en los zapatos de los residentes de Vieques y Culebra por un sólo día, y no pudiéramos ni siquiera planificar con precisión una visita al médico o acudir a una entrevista de trabajo, entonces comprenderíamos mejor cómo es vivir es una isla que depende de otro territorio para atender necesidades básicas de convivencia en sociedad. De hecho, es limitar la movilidad de los ciudadanos en su propio país.

Ante ese panorama y por encima de quién ofrece un servicio debe estar el beneficio para la población. Si el Estado es incapaz de garantizar un servicio de calidad —debido a la burocracia, a la manera cómo se hacen las compras, a la mala planificación, mal uso de recursos o cómo se manejan las emergencias—, entonces es su responsabilidad conseguir una alternativa viable, confiable, adecuada y costo-efectiva.

Si para lograrlo con rapidez y eficiencia es necesaria la contratación de una empresa privada, pues que así sea, siempre que no claudique en la responsabilidad que tiene de asegurar que sea justo, ético, en beneficio para la ciudadanía y sin elementos de corrupción en la transacción.