Trina Padilla de Sanz, inédito
Las teclas blancas y negras de su piano fueron su inspiración y su pasión. Cada pulsación, cada nota, podrían trasladarla al éxtasis que sólo la música es capaz de transmitir. Sin embargo, su nombre ha sido olvidado y sólo es parte del baúl de recuerdos de una familia que se niega a que Ana Otero Hernández pase irremediablemente al olvido colectivo.
Reconocida como la primera concertista clásica que tuvo Puerto Rico en el siglo 19, Ana Otero Hernández fue la octava de los 16 vástagos del matrimonio de la puertorriqueña Carmen Hernández Ramos y el español Ignacio Otero y Aquilina de Humacao. Sus padres inculcaron a sus hijos el amor por el arte y en su residencia se reunían intelectuales de la época de renombre internacional, entre ellos la diva italo-española Adelina Patti y el virtuoso pianista y compositor Louis Moreau Gottschalk. Su padre fue artesano, director de teatro, impresor y músico. De los hijos de la familia sólo la mitad legó a la adultez y la mayoría de ellos, como era de esperarse, se inclinó por alguna rama del arte.
Ana Otero nació el 24 de julio de 1861 y desde muy pequeña demostró que su pasión era la música y, en especial, el piano. Sus ejecutorias eran conocidas en la isla y hasta el maestro Manuel Gregorio Tavárez la proclamó en el 1886 como su “digna sucesora”. Sin embargo, Ana deseaba más. En el 1875 conoció en Puerto Rico al pianista y compositor catalán Isaac Albéniz, quien a los 15 años era reconocido como un prodigio musical. Bajo su auspicio estudió piano en el Conservatorio de Música de París, institución a la que sólo admitían a tres estudiantes extranjeros. Su talento y habilidad musical impresionaron al respetado profesor francés Antoine Francois Marmotel que la aceptó sin reparos.
Sin embargo, estudiar en Francia requería mucho dinero. Para ayudarla con los gastos de estudio, se organizaron en Puerto Rico trece conciertos benéficos a lo largo y ancho de la isla para que Ana pudiera pagar su instrucción. Mas aun, los esfuerzos de sus paisanos continuaron bajo el mando de la sufragista Ana Roque de Duprey que donó los fondos generados con la venta de su revista Euterpe para que la joven continuara sus estudios.
Ana no dejó de ser una isleña que estudiaba en París, por lo que tuvo que luchar contra los prejuicios y estereotipos, el clima, el idioma y el nacionalismo francés. Demostró su fuerza y se refugió en el idioma de la música. Fue aplaudida en los más importantes escenarios de Europa, Estados, América Central y América del Sur. De hecho, relata la prensa de la época que al concluir un recital en Maracaibo, Venezuela, el presidente de la república le entrega un ramo con doce rosas y monedas de oro amarradas a cada flor.
Mientras que luego de un recital en Francia, el exiliado en Paris Ramón Emeterio Betances, le escribió “su talento queda desde hoy consagrado por los aplausos de este público parisiense que, en materia de arte, es el juez más competente y más severo del mundo.”
Las notas que sus largos dedos producían en el piano conmovieron a grandes personalidades políticas y artísticas de la época, incluyendo a José Martí, Rubén Darío, y los puertorriqueños Manuel Gregorio Tavárez, Juan Morell Campos y Luis Muñoz Rivera, entre otros.
Ana Otero Hernández logró su sueño de encantar al mundo con el lenguaje de su música. Fue la primera mujer en dirigir una orquesta en Puerto Rico y su filantropía la llevó a compartir sus conocimientos con otros jóvenes talentosos al fundar la Academia de Música de San Juan. El próximo 4 de abril se cumplen cien años de su muerte y su historia, apenas sale del baúl familiar donde lleva más de 150 años guardada.
Por: Ana Ivelisse Feliciano, periodista